Juan Gabriel, el hijo adoptivo, -como casi todos nosotros-, más prominente de Ciudad Juárez, unió talentos con el camarguense Gonzalo Martínez Ortega para completar una trilogía que al menos en sus 2 últimos componentes tendría un decidido tono autobiográfico. La cinta que hoy nos ocupa corresponde a la segunda parte. Las expectativas podrían haber sido bastante pobres a juzgar por que el proyecto inició a sólo 6 años del debut discográfico del cantautor, aunque ya en ese entonces los mejores intérpretes nacionales habían hecho éxitos de una considerable parte de su cancionero. Este tipo de trabajos casi siempre se emprenden con la voluntad de rendir homenaje a un personaje ya fallecido, dándole el reconocimiento que nunca tuvo en vida y gozando de los beneficios de su tardía celebridad, cumpliéndose así el conocido proverbio de que “nadie sabe para quién trabaja.” No fue ese el caso aquí, y lo que bien pudo haber sido un monumento erigido a su propia vanidad por el cantautor mismo termina siendo un interesante testimonio de la incertidumbre que caracterizó los primeros años de su existencia y su carrera.
Algunos de los detalles son sumamente melodramáticos y artificiales. Al menos en esta entrega el componente visual es bastante limitado, recargando casi todo el dinamismo de la acción en el diálogo. La introducción, por ejemplo, si acaso nos rehusamos a irnos con la finta de que Martínez Ortega trata de aplicar sus vastos conocimientos del cine vanguardista adquiridos en sus tiempos como becario en la Unión Soviética, resulta inverosímil, cachiruleada y de pésimo gusto. Un grupo de bailarines ejecuta frenéticos pasos sobre la reducida pista del “Noa Noa,” ahora convertido en discoteca, al ritmo de una secuencia súper impuesta en donde Juan Gabriel interpreta una melancólica canción, evocando sus dificultosos pininos como cantante cuando el lugar tenía el giro de bar. El recinto está completamente iluminado, y entre el inicio de la canción y el final hay considerables silencios durante los cuales el bailoteo continúa. El resto de los prolongadísimos segmentos musicales desentonan asimismo con el mencionado propósito de la obra y arruinan el flujo rítmico irremediablemente, a pesar de que la banda sonora por sí sola es sumamente rescatable. En tiempos del estreno de la película, tal como ahora, las dudas sobre la preferencia sexual del personaje principal eran parte de la mística que le rodeaba y uno de los principales atractivos respecto a su personalidad. Sin embargo, aquí se le atribuye una relación platónica, de tintes sumamente aberrantes, con una misteriosa chica de El Paso, Texas, lo cual diluye la verosimilitud con la que trata de manejarse esta obra de tono, insisto, testimonial.
Sin embargo, a mi gusto, la obra se beneficia de un mayor número de aciertos que desventajas. Martínez Ortega, el también escritor de la obra, hace una labor destacable en cuanto al rescate del vocabulario fronterizo, con sus virtudes y defectos. La aplicación de los registros de nuestro lenguaje popular, tremendamente áspero cuando los sureños o extranjeros lo comparan al suyo, se aplican apropiadamente a los estratos sociales donde se manejan respectivamente. En la mayor parte, Juanga, utilizando para su personaje su viejo nombre artístico, Adán Luna, no niega su contacto, bastante cercano, con los sectores más marginados del entorno donde le tocó desenvolverse y en los cuales vio la única alternativa para canalizar sus inquietudes. Es chistoso escuchar alguna que otra grosería en su boca cuando se dirige a sus amigas prostitutas, con las que convivió cotidianamente, lo cual no por ello deja de ser factible. Meche Carreño brinda una interpretación que, aunque no sin sus momentos de exagerado histrionismo, rinde tributo a las mujeres juarenses que en circunstancias forzosas tuvieron que desempeñarse en ese oficio tan ingrato, reflejando una buena parte de la problemática a la que seguramente se enfrentaron. Federico Villa, aquel fallido intérprete ranchero que jamás se destacó como actor tampoco, sorpresivamente nos brinda una convincente interpretación doble como el enloquecido padre de Adán, por un lado y Lupe, su hermano mayor por el otro. La experimentada doña Leonor Llausás hace lo propio en el papel de la madre del cantante. En los diálogos que el protagonista desarrolla con ambos personajes, se ponen de relieve no sólo las objeciones que en el ámbito personal el cantante tuvo que enfrentar debido a su vocación, sino interesantes debates respecto al oficio artístico que bien pueden aplicarse en el ámbito general. Por muy trillado que esté el motivo, en su modo particular de subrayarlo, Martínez y Juanga consiguen darle más profundidad de la que comúnmente se le da a la moraleja de que será siempre dentro del propio núcleo familiar en donde encontraremos la oposición más fuerte a nuestras inclinaciones vocacionales, si acaso éstas se encaminan prominentemente a las artes o las humanidades, que son arriesgadas y nada tienen que ver con la “productivad.” Se nota que Juanga hace un esfuerzo supremo por abrirse y poner sobre la mesa los factores de más peso respecto a su difícil formación que por autoproclamarse un ídolo ejemplar. Algunos opinarán lo contrario, mas nuestro protagonista saca a la luz algunos episodios muy recónditos de su infancia que pueden prestarse a confusiones bastante maliciosas, incluyéndolos con el propósito de recalcar que el conocimiento adquirido en la experiencia es más valioso que el genio innato en sí. Como ejemplo, podemos citar el episodio en el que se opta por inscribírsele en la sección de paga de la escuela de artes y oficios, dependencia estrechamente relacionada con la correccional juvenil local, por las constantes “diabluras” que cometía en los lugares de trabajo a donde su mamá, quien se desempeñaba la mayoría del tiempo como empleada doméstica, tenía que llevarlo forzosamente. Tomemos en cuenta que en aquel entonces no existía la institución de la “guardería” y que las criaturas eran responsabilidad de las madres exclusivamente.
Ya también desde ese entonces, y Martínez lo pone de relieve, era bien sabido que el alimento más socorrido por nosotros los juarenses es el burrito.
Además, con todo y lo poco que como reto el componente propiamente cinematográfico debe haber representado para los técnicos, hay momentos, especialmente en lo que toca a la fotografía, de belleza incalculable, al menos para aquel que creció en Juárez. Me dejó boquiabierto el momento en el que Juanga declara que “las luces de la ciudad lo atraían mucho,” a raíz de lo cual comienza a surgir su inquietud de expresarse artísticamente. Esta confesión se da en un cuadro en el que se captura el horizonte juarense nocturno, con sus luces multicolores acomodadas caprichosamente, que jamás seré capaz de comparar con nada en el mundo. Otro plano particularmente bello es uno donde Adán acompaña en la larga trayectoria que seguían a pie, en tiempos muy anteriores a la “rutera,” a su madre camino de regreso del trabajo a casa. En él se aprecia el ocaso juarense, en cuya exquisitez no seré el único en insistir, sino también infinidad de meteorólogos alrededor del mundo y también el multilaureado documentalista Ángel Estrada en su obra “Tierra Prometida.” En ella, se hace la observación, -que lo suyo tiene de erróneo como de cierto-, de que lo único bonito de Juárez es su atardecer. Lo más interesante es que esta obra no se filmó en estudios ni reprodujo artificialmente la realidad en la que se basó. El mismo Juanga y los bellos escenarios de la calle Juárez y su paralela la Mariscal son testigos de la voluntad de hacer de ésta una obra auténtica.
En fin, “El Noa Noa” es una de las primeras películas donde, como en “Espaldas Mojadas” de don Alejandro Galindo, se le reconocen a nuestra ciudad patrones sociológicos distintos a lo que se concebía en la época de la “dictadura” priísta como la realidad nacional uniforme, según quienes, temerosos de las picaduras de alacranes, no asomaban las narices a estas abrasantes latitudes de nuestro país. Tal vez hubiera sido bueno poner de relieve para una mayor profundidad el “amaneramiento” del protagonista de nuestra cinta, que debe haber sido uno de los factores más determinantes en su sendero, pero conformémonos con saber, en sus propias palabras, que “lo que se ve no se pregunta.”